Dicen que cada relación es una casa.
La nuestra nació pequeña, un refugio tibio tejido con manos tranquilas. Él llegó con su calma habitual, como quien entra descalzo para no molestar al silencio. Yo abrí las ventanas para que entrara la luz, para que los días respiraran.
Él es bueno —muy bueno—, y en su bondad hay algo que a veces me derrite.
Tiene esa quietud que parece un abrazo, esa forma de mirar que no empuja ni exige, que sólo acompaña. A su lado, a veces siento que el mundo podría ir más despacio.
Pero nuestra casa tiene hilos invisibles.
Son tan finos que nadie los ve… excepto yo, que los sostengo.
Cada mañana recojo uno: el del desayuno que nadie prepara.
Luego otro: el de la ropa que se acumula.
Otro más: el de recordar lo que él olvida.
Luego otro: el de la ropa que se acumula.
Otro más: el de recordar lo que él olvida.
Y así, uno tras otro, como quien teje un telar interminable, voy sosteniendo paredes que él no nota que se inclinan.
A veces, en nuestra casa, hay gestos diminutos —lucecitas que titilan apenas— que pasan desapercibidos para él.
No es que no quiera verlos; es más bien que camina con una calma tan amplia que algunas cosas se quedan quietas a su paso, esperando a que alguien las nombre.
Y yo, que tengo el oído acostumbrado a los susurros del día a día, recojo esas pequeñas voces antes de que se pierdan, las ordeno, las sostengo, como si de mí dependiera que nada se apagara.
A veces me siento la única arquitecta de este hogar silencioso.
A veces me pesa.
A veces no puedo más.
Y sin embargo, cuando él sonríe, hay un rincón de la casa que vuelve a encenderse sin esfuerzo.
Cuando me abraza, los hilos aflojan un poco, como si recordaran por qué los sostengo.
Hay dulzura en él, aunque no venga envuelta en gestos perfectos.
Pero también hay miedo en mí.
Miedo a que esta casa que levantamos s
e construya sólo con mis manos.
Miedo a estar remendando siempre lo que él ni siquiera sabe que está roto.
Miedo a que un día mis dedos se cansen del telar y me quede mirando los hilos caídos, sin fuerzas para volver a levantarlos.
Quiero creer que algún día él verá los hilos.
Que entenderá que el amor no sólo se siente, también se cuida, se sostiene, se comparte.
Que las casas viven mejor cuando dos personas cargan juntas el peso de sus paredes.
Mientras tanto, sigo aquí, en esta casa nuestra.
Lo quiero con ternura, pero también con preguntas.
Y entre el amor y el cansancio, avanzo…
deseando que un día, cuando yo afloje los dedos, él también empiece a tejer.
deseando que un día, cuando yo afloje los dedos, él también empiece a tejer.
Esther
Y a veces, me siento invisible como esos hilos. Siento que donde antes me veía, ya no me ve...
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