Os voy a decir algo que puede sonar muy loco: a veces echo de menos la depresión. Y no me malentendáis, por supuesto que no echo de menos la oscuridad, ni el vacío, ni esa niebla que me robaba las ganas de todo, ese vacío que se apoderaba de mi mente y corazón. No es eso, no estoy tan loca.
Lo que echo de menos es esa pausa,
esa “comodidad”. Dentro de ese pozo, hay algo que engancha. Echo de menos esa
especie de silencio en el que el mundo se volvía lejano, donde no tenía que
correr ni demostrar nada. Era duro, claro… pero también fácil. No dolía, porque
nada llegaba a doler, ¿tiene sentido?
Y también echo de menos los
cuidados. Cuando estás rota, quienes te quieren cambian un poquito. Mi novio me
sacaba a pasear, aunque yo no quisiera, pedíamos comida, hacía la cama, lavaba los platos. Mi
madre venía desde lejos, dormíamos juntas, veíamos series, hablábamos bajito. Eran
cosas pequeñas, pero se sentían enormes.
Y a veces me pregunto: ¿Por qué
esos gestos solo aparecen cuando estamos mal? ¿Solo merecemos ternura cuando
estamos al borde? ¿Solo entonces hay tiempo para cuidarnos de verdad?
No es que quiera volver allí.
Estoy bien, de verdad. Pero recuerdo esa etapa con algo de nostalgia, porque
incluso en medio de la tormenta encontré un rincón de calma.
Y pienso que quizá podamos
aprender a darnos eso también cuando ya no duele.
Esther