Era una noche cualquiera de un día cualquiera. Tercera visita
al frigorífico con el inútil objetivo de intentar disfrazar su insomnio. Vacío,
como siempre. Realmente no sabía por qué lo hacía o qué esperaba encontrar ahí que
antes no estuviese. Quizás era que le costaba acostumbrarse a verlo así y esperaba volver a encontrárselo lleno como lo había estado hacía unos meses; rebosante de
vitalidad y color, fresco y… luminoso. Porque ya ni su pequeña bombilla
funcionaba. Ya no había luz, en su interior solo había espacio para la oscuridad.
Tenía incluso la sensación de notarlo cada vez más frío. Una
capa de duro hielo comenzaba a acumularse en sus paredes. De hecho, juraría que
era el doble de gruesa que la semana pasada. Recordó entonces, unas palabras de
su madre “limpia la nevera de vez en cuando y evita abrirla y cerrarla
constantemente”. Puede que tuviese razón. Al fin y al cabo, las madres siempre
la tienen.
Desenchufó el frigorífico y decidió esperar frente a él hasta
que no quedase ni un ápice de hielo. Mañana por la mañana se habría armado con
el suficiente valor como para ir a hacer la compra.
Ewinor
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