Ahí está él, con la mirada brillante y suspirando por una vida viceversa que tan pronto le esboza una sonrisa como le apuñala sin piedad. Pero se niega a caer, se mantiene fuerte para que yo aguante. Ese ser apaciguador, hermoso, resplandeciente, lleno de luz y de vigor. Vestido de un inmaculado azul, con la mirada pura y cristalina, dulce y segura.
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Sus respuestas tienen forma de sonrisa y desprenden humildad y sosiego en tiempos repletos de ira y dolor. Él me escucha, me entiende como yo a mí misma, y me mira con dulzura y fraternidad porque sabe escuchar eso, esto y aquello y no mostrarse indiferente ante cualquier problema que me afecte. Sus palabras son sinceras, habla, piensa y actúa con el corazón, sin miedos, sin escondites.
Mi ángel no me juzga, ni me mira con desprecio aun sabiendo que no hago bien. Me conduce con cariño y me enseña. Me protege como el padre a su pequeña niña, porque todo en él es luz divina. Me ofrece y regala sin esperar nada a cambio, me abraza aún cuando, sin decirlo, siente que lo necesito.
Sabe estar, sabe aprender y enseñarme lo que significa ese sentimiento que se me hacía desconocido. Me da la mano y entramos en su mundo, donde guarda las llaves del mío, que ahora le pertenece porque ha pasado a formar la parte más importante de él.
Y recibo su sosiego y su calma. Su dulzura que me calma como una medicina milagrosa calma a un enfermo, y la tristeza se me apaga, y las lágrimas se secan. Así, lo que creía deja de ser real y lo que existía y estaba a mi alrededor deja de existir, desaparece. Porque él es mi ángel, mi amigo y la mitad de mi alma.
No vuelvas al cielo y quédate conmigo.
Esther